Me gusta pensar que estoy tan sola que podrían gritar mi nombre tantas veces hasta olvidarlo. Hasta que las palabras suenen a letras y las letras a música.
A veces cierro los ojos y cuando los abro soy vieja, que los cierro luego y soy niña.
Camino por ese jardín antiguo perfumado a madreselvas con las manos llenas de lombrices, trato de cuidarlas del sol pero mi fuerza inexperta mata y deja escapar algunas. Las chicharras me aturden y me siento en un tronquito musgoso a descansar.
Con los ojos entreabiertos vuelvo a ver de lejos ese batón estampado, el pañuelo en la cabeza lleno de flores que perdieron el brillo por lo violento de los lavados. Son las manos negras de mi abuela que lo sostienen, los labios rojos y las canillas flacas.
Mi abuela no tenia huerta, tenía rosas. Tenía arboles, higos confitados, orquídeas y licor de cerezas. Senderos de tierra y sillas vienesas patas arriba en un sótano olvidado. Tenia un caminar gracioso, aroma a violetas y una risa despreocupada que atraía a todos a la casa de la Negra.
Tenía manos de cocinera, estantes sucios de grasa y un ventanal enorme lleno de vértigo. Tenía cerca la vía que ya era vieja cuando ella lo era. Tenía cantos, que es lo único que recuerdo de su voz.
Había tardes que se hacían noches de largas conversaciones con vecinos y paseos mañaneros al museo con la chismosa llena de frutas y verduras. Había una caja con secretos, y una risa estampada enmarcada en lentes redondos y pesados. Había picardías y estaba Betty. Mi abuela y Betty eran el alma de la fiesta.
Con los ojos entreabiertos veo las tardes de domingo, la madera torneada de la mesa de comedor, el mantel de hule y la harina que empezaba a volar a las 5 de la mañana, los tallarines mas largos del mundo.
Doblo mi cuello para el momento mas terrorífico del día, las arañas entre los tirantes de pinotea del techo amenazan con caer en mi plato, o lo que sería peor, en mi cabeza. Nunca cayeron, pero hubiera sido divertido ver bajar alguna bailando en la tela hacia el centro de la mesa a ver como reaccionaban las 20 personas que siempre decían que eso no iba a pasar.
Había sobremesa con vino y siesta de muchos, los dormitorios llenos de ronquidos con las puertas abiertas hacia el patio, postigos despintados y pisos de madera crujiente que nos delataban a mi hermana y a mi.
Había un cristalero y una bañera, un mueble y una obsesión que llevo conmigo.
El cristalero tiene una puerta que no abre, que antes guardaba los licores, esa puerta solo la abría ella. Alex, Rosendo y mi padre han tratado sin éxito. Yo no la voy a forzar, me gusta pensar que todo sigue ahí.
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Todo empieza y termina entreabriendo los ojos |
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ahorias, lechugas, zanahorias, lechugas. |
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El comienzo de las flores del coliflor.. |
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es el fin del invierno! |